Maquinación, poder y Política de la Instalación
El pensamiento que domina la modernidad está determinado por la máquina. Ese artefacto prototípico del desarrollo tecnológico se incorporó a la vida no solo de manera exterior, acercando beneficios extrínsecos, sino que transformó la manera de relacionarnos con las cosas y los otros. La técnica, las relaciones que mantenemos con ella, las posibilidad de agenciar sus materiales, el espacio que existe entre los elementos que la componen imposibles de ocupar con variaciones de la materia que trata, concluyen con que el pensamiento dejó de ser tal, meditar, reflexionar, para convertirse en pensamiento reproductor. Las acciones están determinadas por el cálculo, y el cálculo prescribe una finalidad a priori de nuestro pensar. Ese pensamiento maquínico típico de la modernidad limita la posibilidad de descubrir el verdadero sentido de las cosas y esas cosas se convierten en útiles, preconcebidas para una finalidad. Heidegger describe ese pensamiento calculador que denomina el “acabamiento de la modernidad”, no entendido como un cierre, una culminación, un acabamiento de la historia metafísica, sino como la plenitud del dominio del “ente”. La maquinación está dentro de la cosa (del ente) desarrollando un predominio de poder del ente, quitándonos la posibilidad de desarrollar fuerzas transformadoras. Así ese pensamiento maquínico, calculador, socava toda posibilidad de “decisión”. De esta exigencia oculta es que procede la técnica moderna, que obliga al hombre a la particularización, subsumida en la “apariencia de”, ya que renuncia a la vida para experimentar una “vivencia”, en donde todo está reglado.
El hombre se convierte en una organismo maquínico en el que las posibilidades están limitadas al agenciamiento de expresiones, marcas que determinan una territorialización del espacio, lo que dió en llamar el “ritornello”, siguiendo a Deleuze/Guattari, pared sonora que marca en cada hogar un territorio, en busca de contener el caos que produce el éxtasis de la vida. Éxtasis que nos enfrenta a la totalidad, obligándolos a decidir sobre ella. Estos ritornelos, estas marcas son firmas, pancartas, es arte en su forma más “bruta” que permite expresar una posición, un espacio, un lugar, siempre agenciándolas en el medio. Así surge el territorio, en un margen de libertad del código, no indeterminado, sino determinado por otra forma, desde la marca. No solo el arte no espera al hombre para empezar sino que hay que preguntarse si aparece el arte alguna vez en el hombre.
Estos planteos cuestionan al arte como metafísica del desvelamiento de la verdad y a la libertad creadora, propiciando un arte de la Instalación, un arte del museo, lugar en el que se presentan secuencias históricas de obras, ya que la obra de arte como tal ha desaparecido. “Lo creado se reubica,...completamente en el ente...como una forma esencial de obtención de maquinación” (Heidegger). El arte se vuelve instalación. Las producciones son instalaciones (nuevas formas de organización). Lo único que queda es la organización de los materiales. “El objetivo del arte es mostrar nuevas formas de organización haciendo visible realidades que normalmente se pasan por alto”, al decir de Groys.
En el arte de la época del acabamiento de la modernidad se pierde la obra abandonandose a la cosa. No se puede rastrear en ella un “sentido”, haciendo que el arte reine sobre las creaciones. La creación requiere de un espacio vacío, un caos primordial sobre el que hace falta poder tomar decisiones. Ese espacio está reglado por el cálculo. Los géneros artísticos se disuelven haciendo que desaparezca el arte en relación con su sentido histórico. Las obras no dicen nada de lo que son, sino que son para decir algo del lugar en donde se encuentran. Una consecuencia de esto es que el arte de la modernidad se transformó en diseño. Se centró en la apariencia, ocultando así la esencia de las cosas. Tal es el desarrollo del diseño que cubrió hasta el diseño del cuerpo mismo, diseñando al sujeto, al cuerpo del sujeto. La ética se volvió estética, convirtiéndola en política. Este diseño moderno se observa como reacción a la ornamentación que es hija del proceso histórico del arte. Diseñar era ornamentar, en donde lo superfluo pasó a ser parte central de la cosa, puro barroquismo. Sin embargo, el diseño moderno, está en contra del “diseño”. El pensamiento calculador obliga a despojar a la cosa de lo superfluo, para que presente exclusivamente su utilidad, su finalidad. Todo signo expresivo debe ser claro, para asegurar el espacio en el que agenciará su territorio. El ornamento agrega información redundante que no aporta al fin de la cosa.
El diseño, aplicado al diseño de sí, diseño del sujeto, convierte a la ética en el fundamento del arte. La síntesis buscada de arte y vida, se hace realidad en el
diseño moderno del sujeto, y el artista explica sus prácticas desde la perspectiva ética, apelando a la “verdad de las cosas”. El diseñador moderno propone que la gente vea la verdadera naturaleza de las cosas. Esta superabundancia de diseño, con el que se pretende expresar la verdad, termina por lograr que la gente vea la sociedad actual del diseño comercial, la sociedad del espectáculo, como un juego de simulacros, detrás del cual no hay más que vacío. El diseño clausura la verdad que pretende mostrar. Se pierde la posibilidad de la experiencia que plantea el problema de lo real. Nos preguntamos si todavía es posible lo real, o ha desaparecido detrás de la superficie de diseño (Groys).
Las “conformaciones artísticas” actuales (Heidegger), tienen por fundamento el estilo propio de la maquinación y la organización de la vida pública. De ahí la creciente calidad del “arte industrial”, consecuencia de la primacía de la técnica, de la instalación y la organización. Una de sus consecuencias se observa en la institución museo, institución que pretendió ser el espacio donde se podía experimentar el arte. En la actualidad el museo se ha transformado en un lugar en el que se exponen, de manera instructiva, pedagógica, las cosas que nos vinculan con lo “planeado”. Así, las producciones del arte tienen el carácter de instalación, un dispositivo que nos involucra en la planeación, insertada orgánicamente en el paisaje. Deleuze/Guattari afirman algo similar cuando dicen: “Se denomina ritornelo a todo conjunto de materias de expresión que traza un territorio, y que se desarrolla en motivos territoriales, en paisajes territoriales” (un ritornello dominado por lo sonoro). Sin duda territorializar es organizar, maquinizar un espacio, codificándolo desde las expresiones de ese ritornello, de una cantinella, la repetición que me resguarda de lo exterior, del caos. Territorializar es entrar en el dominio de lo seguro, es crear una zona de confort en la que las relaciones y las decisiones ya fueron tomadas por otros. Una instalación es la territorialización de un espacio dándole sentido independientemente de su ubicación y tiempo. El arte como expresión debe satisfacer a la esencia de la instalación, apropiado a través de la vivencia. Sin embargo esta organización dada no nos permite la decisión frente al arte. El arte asume la organización que desde la maquinación propone la técnica. El creador conforma a la obra mostrándose a sí mismo más que a la organización de la cosa volviendo, como dijimos, a la estética ética.
La superabundancia de información atomizada por la producción de realidades individuales, diseñadas en torno al sujeto, hacen que cada vez sea más difícil encontrar un hilo conductor que permita comprender el mundo. Es por eso que hace falta una guia, un hilo de Ariadna que las conecte. Desde el momento en que el arte es considerado una mercancía es que se convierte en arte de masas, entendido como práctica de exhibición. Groys asegura que el arte actual puede entenderse principalmente como práctica de exhibición. Producir arte es mostrarlo. Existirían dos planos en los que se desarrollaría el arte: el del artista (libre de realizar su obra sin condicionamientos) y el de la exposición (espacio que determina la obra expuesta), entonces existe una diferencia entre el productor del arte (el artista) y el curador (quien decide sobre qué se muestra), entre la obra de arte y su exhibición. En este contexto es que aparece la instalación artística.
El curador administra el espacio en el que el espectador se mueve, lo representa, permite que la obra cobre sentido frente al espectador ya que por sí misma no puede atraer al público (una carencia que adquirió la obra en la modernidad). Cura la incapacidad de la obra para exhibirse a sí misma. Se convierte en el comisario de la maquinación, aquel que es capaz de develar el cálculo y fin de la obra, inhibiendo la decisión del espectador. La pretendida autonomía del arte está limitada por esta práctica técnica que explicita y justifica, a posteriori de la obra, su derecho a ser exhibida. Así, el oficio técnico del curador, le resta poder al artista y al público. La política de la instalación es quien le otorga al artista la responsabilidad público/política de actuar en nombre de la sociedad. En este punto está claro que el pensamiento calculador y la técnica determinan el sentido de la obra y de la exhibición, involucrando al público en los procesos que permitieron su realización, convirtiendo a la instalación artística en un no-lugar específico, carente de relación con su lugar y tiempo de origen. Por eso la instalación ofrece a la multitud un “aura” (Benjamin) de aquí y ahora, y se convierte así en clave de la cultura de masas (para Groys opera como reverso de la reproducción). “La época contemporánea organiza un complejo juego de dislocaciones y recolocaciones, de desterritorializaciones y reterritorializaciones de de de-auratizaciones y re-auratizaciones”, como dice Groys. Entonces el espacio de la instalación es un espacio de develación (Heidegger) del poder heterotópico de las marcas (Deluze/Guattari), que se esconde detrás de la oscura transparencia del orden democrático.
No podemos concebir al arte sino en la técnica y por la técnica. No se habla más de la relación entre materia y forma, ni de la variación continua de la materia, sino que hablamos de material/fuerza. Entramos en el campo de las moléculas combinadas en un sinnúmero de posibilidades que expresan su potencia, un material capaz de forzar otro orden. Salimos de los agenciamientos (territorializantes) para entrar en la era de la máquina (desterritorializante). Se desterritorializa el material, se lo des-codifica, sacándolo de los agenciamientos y códigos, para que se distingan los procesos no reglados (heteróclitos) que constituyan el todo, creando una masa estadística que llamaremos obra de arte. En el arte actual las relaciones de los elementos no responden a los códigos que conforman el estado de cosas, sino que se introduce entre los intersticios que estos códigos presentan para ofrecer una perspectiva diferente y un mundo nuevo. Esos “mundos” tienen relación directa con las realidades subjetivas que el artista es capaz de observar, es una tangente , una línea de fuga de la realidad estructurada, pero siempre subsumidas a las limitaciones que tiene el material y la técnica actual. Esto implica que el artista deba apelar a la simplicidad, ya que la superabundancia convierte en superfluo el conjunto. Es necesario una sobriedad calculada, pues “solo en la técnica hay imaginación”, como dicen Deluze/Guattari.
Esa atomización de la materia es fruto de que las mass-media y la masificación se han convertido en máquinas de intervenir y difuminar todas las combinaciones posibles, interviniendo sobre todas las fuerzas de cambio, atomizando las posibilidades. Las instituciones determinan y establecen los parámetros de combinaciones posibles, la música industrial se construye sobre la base de la media de consumo. Las mass-media distribuyen sentido a lo que la industria cultural produce. Todo esto limita y condiciona propuestas que rompen con la estructura maquínica de la técnica impidiendo nuevas resoluciones decisivas. El artista debería actuar metiéndose en los intersticios de esas combinaciones moleculares, de esas instituciones del orden industrial, en busca de un futuro que se abra al Cosmos, intentando que el pueblo decida.
Bibliografía
Marcelo Zanardo
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