¡Silencio!

    Silencio ¿No escuchamos nada? ¿Será posible el silencio? Hasta en la tranquilidad de la noche profunda escucho. El motor de un auto, el viento batiendo la copa de algún árbol, la respiración de mi perro, el paso del tiempo en el reloj. 


    Me es casi imposible experimentar esa entelequia. Silencio no es solo ausencia de palabras, no es quedarse callado, “hacer silencio”. Solo si contraponemos el silencio al discurso podemos entenderlo de esa manera. El silencio es más, o mejor dicho, es menos; es algo que no existe, y si no existe es lo otro en su más profunda concepción. Ahí, entonces, tenemos que construirlo. Yo construyo el silencio. ¿Será posible experimentar el silencio? ¿Es solo una experiencia o existe en la realidad?


    Habitualmente entendemos al silencio contrastado con lo que escucho, aquello que nos seduce y se detiene. Entonces decimos que hay silencio. Realza el contenido de unas palabras, profundiza el significado de un sonido musical. Enfatiza un discurso. Pero el silencio no existe, no está ahí. No podemos construir o destruir lo que no es. ¿Es el “ser del sonido”, diría Heidegger? ¿El acontecimiento, el no-ser de Badiou? ¿El “objeto a” de Lacan? ¿Ese punto ciego en el que no puedo verme, siendo que es mi mirada la que mira  yentonces no me descubro, tan cerrado estoy en lo “otro”? ¿Aquello que deseamos en el “otro"?

    Queremos que callen el discurso, es mejor el silencio que muchas palabras. Se puede invadir el espacio y ocuparlo completamente con palabras. Así se convierte en opresivo. En el mundo de los sonidos, el sonido y el silencio mantienen una relación dialéctica. Uno depende el otro. El silencio implica siempre a su opuesto. El silencio no puede ser “literal”, así como no existen superficies neutrales, ni formas neutrales, ni temas neutrales, tampoco el silencio es neutral. No existe la posibilidad de vacío. Y menos en una obra artística. Solo podemos percibir lo vacío contrapuesto a lo lleno. Cuanto más colmado está el espacio, más claro se percibe lo vacío. Entonces el silencio es una decisión.  Nos permite una emancipación de la servil sujeción al mundo. El sueño de Beckett es el de “un arte desprovisto de rencor por su indigencia insuperable”. La carencia es lo que prima, la incapacidad de decir algo por sobre lo que ya se ha dicho, y decir por decir, es silencio.


    El sonido tiene una carga de referencialidad profunda, de la que difícilmente podemos librarnos. Es por eso que la escucha siempre es escucha de algo. Sin algo que escuchar entendemos que no hay nada. Sin embargo el oído no puede realizar el impasse del ojo, no tiene párpados. El sonido tiene una carga de exceso de significante, que nos impide mantener distancia alguna respecto del mundo. ¿Nuevamente, el silencio, existe? Existe un contraste marcado entre lo visible y lo audible. Lo visible presenta una relativa estabilidad, mientras que, como dice Dolar, “lo audible presenta fluidez, transitoriedad, un cierto carácter incoado, amorfo, y una falta de distancia”. El sonido estaría del lado del acontecimiento, del no ser, parafraseando a Badiou. Entonces el silencio es un hiato, una brecha entre lo que es, ese sonido que todo lo invade, y un suceso distintivo, una marca impensada en la secuencia. Habría que pensar el silencio como práctica artística, desde una nueva forma, saliendo de las estructuras tradicionales de la música.


    El lenguaje es insuficiente para producir  una experiencia determinada, ahí se abre el ámbito del silencio que trasciende la palabra en éxtasis. La búsqueda de una palabra absoluta concluye en el silencio, en un espacio mudo abierto al final de los relatos que lejos de una estructura vacía es el triunfo sobre la incapacidad del sonido para expresar la polisemia de sentidos de la realidad. Borges lo comprende y lo expone (entre otros) en su cuento “La escritura de Dios”. Tzinacán, mago de la pirámide Qahomide busca la escritura que Dios dejó en la tierra, esa palabra de dios. Cualquier cosa podría ser. Cuando logra descifrar el jeroglífico de los dibujos en la piel del jaguar, exclama:
“¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común… Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses…y, entendiéndolo todo, alcancé a entender la escritura del tigre… Es una fórmula de catorce palabras casuales y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso… Pero yo se que nunca diré esas palabras porque ya no me acuerdo de Tzinacan.”


    Decir las palabras en voz alta lo convertiría en todopoderoso, pero no las pronuncia porque ahora Tzinacan es nadie. El éxtasis fulmina la identidad individual. El silencio es la oscuridad de los días, es la respuesta a la conquista del instante extático. La conciencia aniquilada por el silencio. Un acontecimiento que arrastra toda la estructura del hombre y lo vacía, lo deja con nada. El mago sacrifica su existencia a una voz que lo elimina. En Borges la impenetrabilidad se expresa en el silencio final al que arriba el relato. Lo impenetrable es lo completo, lo pleno, en donde todo espacio está ocupado de modo que no puede entrar en él mas que nada.


    Es necesario trascender el sonido para encontrarse con la individualidad que le pertenece. Emboscado a cada esquina por el sonido, que todo lo invade, que con su plenitud parece impedir un espacio de reflexión, es que debemos dejar paso al silencio como referencia, hiato, brecha por donde introducir un nuevo sentido, un pensamiento que supere lo ya dicho, diciendo nada. Parece que estuviéramos excedidos por el sentido Total de lo que suena, y nuestros principios lógicos no funcionan. Lo finito se enfrenta a lo infinito. Al decir de Zorraquín:


“La tarea artística alumbrada bajo esta luz es la incesante búsqueda de superar las fronteras de la propia individualidad para penetrar en un ámbito pleno de sentido.”
El silencio nos libera de la sujeción temporal, de la materialidad del sonido, de lo finito, y accedemos al plano de lo otro: lo infinito y atemporal.


    El silencio enfoca. Se vuelve una suerte de señalamiento, orienta, acota la mirada, concentra la escucha. Es como si tendiéramos a lo “menos” y eso “menos” se postula como lo “más”.  Detener la mirada en algo es profundizar en ello. Entraríamos en el proceso de contemplación. Pero la contemplación aniquila la mirada, hace que nos olvidemos de nosotros mismos. Entonces, el silencio despliega una nueva gama de posibilidades para interpretar, para adjudicar un sentido a lo dicho. Descubrir el secreto sentido de las cosas nos enfrenta al abismo del todo. Llegar a comprender la belleza de una palabra aniquila al poeta y convierte al rey en mendigo. No se puede comunicar lo inefable. Lo infinito es la alterabilidad absoluta e inasimilable, estar cerca de ésta alterabilidad es posible más allá del pensamiento. La Palabra no dicha es el sentido que, siendo presente, no logra recortarse, aparecer.
    Pensar más allá de lo que se piensa habitualmente es, quizá, lo que propone el arte. Lo que no se dice no presenta pero sin embargo está ahí presente. Podría ser el sentido que ocultan las cosas pero que el artista no logra apresar.


    Beckett: una buena obra de arte “es un objeto total, completo cuando le faltan partes, en lugar de ser un objeto parcial. Es una cuestión de grados”.


Sin embargo esa es la paradoja: para entender que es el silencio, tengo que hacer mucho ruido.


    Hace poco, 76 científicos de todo el planeta, desde Noruega a Chile pasando por Nueva Zelanda y Sri Lanka, tomaron nota de un fenómeno pecualiar: la huella sonora de la tierra había cambiado. El ruido sísmico que la humanidad genera en su diario trajinar, había disminuido. 268 estaciones de investigación del mundo recogieron los datos y registraron este apagón en casi todos los rincones del planeta. El silenciamiento había ocurrido en un largo período, un trimestre, coincidente con la extensión del virus del Covid-19 y las cuarentenas aplicadas en consecuencia. Abarcó casi la totalidad del planeta, un inaudito mutismo global nunca visto en la historia de la sismología. 


     El planeta habla y nosotros somos quienes le damos la partitura. El movimiento humano, las industrias, el turismo, produce un movimiento que genera ese efecto sub-sónico que devuelve el planeta. Pero mientras el virus arrasaba en él la superficie se mantuvo callada y quieta, como consecuencia del desplomarse de la actividad humana. En algunos lugares la reducción del ruido ambiente de hasta un 50%. El silencio es lo que habitó el mundo desde sus orígenes, solo se interrumpió con la aparición del hombre. Las consecuencias de esta “intromisión” fueron creciendo con el aumento de la población y el desarrollo tecnológico, poblando al planeta de un “ruido” que no le es original. Habría que  pensar a ese silencio como el telón de fondo en nuestro drama planetario,  la acumulación de sonidos, la superposición de lenguajes, el aumento del ruido de fondo que dificulta la comunicación y, por que no, la necesidad de decir algo sabiendo que no es muy difícil que se lo escuche. 


    Sería deseable que la palabra se acalle, que el sonido del mundo disminuya, que reconozcamos que a veces es deseable el silencio a muchas palabras y poder decir con Alejandra Pizarnik:


“Ya no es eficaz para mi el lenguaje que heredé de unos extraños. Tan extranjera, tan sin patria, sin lengua natal. Los que decían: <y era nuestra herencia una red de agujeros>, hablaban al menos en plural. Yo hablo desde mí, si bien mi herida no dejará de coincidir con alguna otra supliciada que algún día me leerá con fervor por haber logrado, yo, decir que no puedo decir nada”.



 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Maquinación, poder y Política de la Instalación

Música mixta. Problemáticas presentes en el proceso compositivo e interpretativo de Estudio para Flauta dulce y electroacústica.